En el
rinconcito de un viejo pueblo, Sara caminaba llevando en su espalda un
montoncito de madera. Era una mujer mayor, en la otra mano llevaba una bolsa
con un poco de mandado. Mientras cruzaba el pueblo veía como todo mundo se
preparaba para la celebración de la navidad, que sería esa noche.
Llego
a casa, prendió el fogón con la leña, empezó a hornear la cena. No era una cena
especial, era lo que siempre cenaban. No tenían dinero, su cena iba a ser un
guisado de frijoles con una salsa poco picante. Vivía en la orilla del pueblo,
sobre una lomita. Desde ahí se veían todas las luces del pueblo. Mientras
esperaba que estuviera la cena, observo que su vecino llegaba cabizbajo a su
casa. Escucho que la esposa lloraba, y logró ver a la joven pareja abrazados
por la ventana.
El
aroma de los frijoles se dejaba escapar por la ventana. Llevo la cazuela a la
mesa, estaba a punto de servirle a su esposo de edad avanzada, que difícilmente
podía caminar. Pero detuvo la cucharada en un instante. Vio a su esposo, miro a
su hijo mayor postrado en la silla de ruedas. Una sonrisa se mostró en su
rostro y salió corriendo a la calle. Cruzo la calle polvorienta, toco a la
puerta de su único vecino. Salió la esposa y el esposo con un pequeño de tres años
en los brazos. Sara les dijo que fueran a su casa. Les tomo de la mano, los
llevo a su mesa, les sentó donde se pudo y sirvió el guisado de frijoles. El
joven matrimonio no tenía nada de dinero y el esposo había perdido el trabajo,
no tenían nada que comer esa noche. Pero ese plato se convirtió en el mejor
banquete que jamás hubieran probado. El milagro sucedió cuando pidieron otra
ronda de guisado, la cazuela pequeña no se había vaciado, había comida hasta
para un buen recalentado. Eso es lo que sucede cuando damos sin pedir nada a
cambio. Cuando damos de corazón, el verdadero regalo viene del cielo.
Por Jomer Malaya.
*Las ideas plasmadas en los artículos, son responsabilidad de quien las escribe*.
