Rosita iba a dejar la ciudad. La despedida que escribió fue de lo más dramático posible, necesitaba sólo un buen rasgueo de fondo. La partida iba a ser después de finalizar el semestre, en un par de semanas. Tiempo suficiente para llorar a veces y asegurarse que no se pierdan las piedras de su colección. Las dos semanas restantes transcurrieron así: la casa, completo desastre, cajas incompletas basura y recuerdos regados por todas partes. Tardaron en vaciar un cuarto en treinta horas, ocupando dos días de fin de semana. Mención, tal vez necesaria, de que comieron y fueron al baño en ese tiempo. Despedidas solemnes, declaraciones amorosas, lágrimas y mocos transcurrieron todas en tiempo y forma. Sorpresivamente de la persona que más le costó despedirse fue Lourdes. Siempre le pareció triste e indefensa. Nunca supo proceder para establecer contacto con ella, era apenas el primer semestre que cursaban de psicología. Los intentos hasta ahora, fallidos. La despedida ocurrió como era solicitado por la solemne necesidad de romper el tedio, su hermano menor pataleando y siendo arrastrado con orgullo de resistirse hasta el último momento, indiferente al pasto en su boca y sus nalguitas al descubierto, la mamá con la mano tratando de recoger al chamaco y con la otra tratando de no perder el dinero para pagar el camión de mudanza o su alma. Los compañeros todos, presenciando con lágrimas en los ojos, vestidos de luto, agitaban pañuelos en el aire.
Por Joshua Carrillo.
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